Todo lo que quieras Saber de Quintana Roo


LOS MECANISMOS DE LA EXPLOTACIÓN COLONIAL.Por Pedro Bracamonte

14.08.2010 20:28

 

Los mecanismos de la explotación colonial

 

Durante el siglo XVIII la extracción de riqueza de las comunidades indígenas en beneficio de los españoles, ya fueran encomenderos, pensionistas, miembros de la burocracia provincial, comerciantes o religiosos, se efectuaba, en términos generales, a través de tres grandes mecanismos que definieron el carácter básicamente tributario que adoptó el dominio colonial en la provincia de Yucatán y que hacía depender la producción de bienes y servicios en las comunidades nativas. Estos mecanismos son: a) la tributación civil y eclesiástica; b) los repartimientos forzosos de patíes, cera y otros productos, y c) los servicios personales.

    La continuidad de esas formas de explotación de las comunidades mayas yucatecas hasta el final del periodo colonial se explica por varias causas, entre las que destacan: las características del suelo y clima que retardaron la expansión de la agricultura comercial, incluso de la actividad ganadera por parte de los españoles, la fuerza cuantitativa que mantuvo la población nativa, a pesar de su descenso demográfico; la reorganización de las antiguas comunidades en repúblicas con fuerte autonomía política, pero de las que se podían obtener excedentes monetarios y en especie de forma directa, la estrechez del mercado interior no indígena de la provincia y el privilegio de un comercio de exportación estructurado en torno a una selección de productos como son las mantas, el añil, el cuero y el palo de tinte, que no requerían de la propiedad de la tierra. Estos factores condicionaron, al mismo tiempo, que las repúblicas indígenas mantuvieran amplias extensiones de tierras comunales para su usufructo y para la producción de los excedentes sin tener que afrontar una fuerte competencia con los estancieros y hacendados, que iniciaron su verdadero dominio de la economía regional hasta el siglo XIX.

    Sin embargo, los mecanismos de la explotación tuvieron su propia dinámica ya que la tributación civil y eclesiástica se mantuvo casi inalterada en tanto que los repartimientos se vieron menguados al finalizar la segunda mitad del siglo XVIII. Por su parte, los servicios personales se fueron reglamentando y adaptando a las necesidades de mano de obra que reclamaban los rancheros y hacendados para la agricultura y las casas particulares, contribuyendo a formar la extensa servidumbre agraria que se desarrolló en el Yucatán decimonónico.

    En buena medida el primer mecanismo de explotación, el cobro de tributos para la Corona y la encomienda privada, así como las obvenciones religiosas, delineaban la vida económica de las repúblicas. La numerosa población indígena y el proceso tardío de apropiación del suelo por parte de los españoles hicieron que las diferentes cargas tributarias se mantuvieran siempre como la forma de vivir de varios grupos del dominio colonial. Hacia 1803 se calculaba la existencia de más de 81 mil indígenas tributarios en Yucatán, esto es, varones entre los 14 y los 60 años de edad que estaban obligados a pagar diversas cantidades anualmente. Al finalizar el régimen colonial, cada tributario pagaba 16.5 reales al año por concepto de encomienda real o privada, diezmos y servicio real. Asimismo, entregaban cuatro reales y medio de doctrinas y medio real de ministros o holpatán.

    Los encomenderos de Yucatán lograron sobrevivir a las cédulas reales de 1785 y 1810 que los obligaba a incorporar sus encomiendas a la Corona. En 1810 todavía existían 39 encomenderos en Yucatán, así como 17 pensionados, casi todos por segunda vida, que cobraban sus tributos en las cajas reales de Mérida y Campeche. Por su parte, la última matrícula de tributarios levantada en la provincia, en 1816, demuestra que todavía 77 de los 242 pueblos matriculados pertenecían a encomenderos particulares con 26 882 de un total de 93 365 tributarios que existían en toda la provincia. La Corona no tuvo más remedio que aceptar un proceso sumamente lento de incorporación de las encomiendas yucatecas a sus arcas. Para los indígenas el cambio en la adscripción entre los encomenderos privados y la Corona no varió en absoluto las cargas que estaban obligados a entregar y tampoco modificó el carácter general de la extracción de riqueza de sus comunidades.

    Por otra parte, para sufragar los gastos de la enseñanza de la doctrina cristiana se estableció un tributo denominados real de doctrina y que era pagado por hombres y mujeres en dos partes, una el día de San Juan y la otra en Navidad. En los primeros tiempos de la Colonia este tributo fue cobrado por los encomenderos quienes estaban obligados a colocar maestros en sus pueblos, pero más tarde el tributo les fue cedido directamente a los religiosos que administraban las parroquias. Se sabe que este fondo no se utilizaba en realidad para el pago de los doctrineros indígenas, a quienes como una norma general se les pagaba del fondo de las comunidades, ya fuera en dinero o en cargas de maíz.

    En 1740 el rey ordenó la aplicación de un nuevo arancel de los derechos parroquiales y obvenciones que los indígenas de Yucatán estaban obligados a pagar para la sustentación de sus curas, incluyendo las raciones para la alimentación de los doctrineros y los servicios personales que daban a la Iglesia. Las obvenciones ascendían a 12 reales por año para los varones y a nueve para las mujeres. Estaban obligados a realizar estos pagos todos os hombres entre 14 y los 60 años de edad, en tanto que las mujeres pagaban obvenciones desde los 12 hasta los 55 años. Estas cargas para el sostenimiento de los curas abarcaban varios conceptos como la fiesta del santo patrón, el Día de Difuntos, la doctrina en San Juan y Navidad, la holcandela, la cera de monumento y los mulsiles, y se tasaban en especie (maíz, frijol, chile, miel, cera, tejidos, gallinas, sal, huevos) aunque en realidad se cobraban por su equivalente en reales de plata. Por su parte, los niños quedaron obligados a entregar un huevo los jueves al doctrinero. El arancel regularizó, asimismo, el pago de los derechos de bautismo en tres reales y de matrimonio en ocho reales considerados como limosna por la misa y dos reales más por las velas. Los entierros eran gratuitos excepto en los casos en que los propios indígenas solicitaran una misa rezada o cantada. Se estableció que los regidores, cantores, sacristanes y fiscales, así como los otros funcionarios de república y de la Iglesia, no deberían contribuir con bienes o trabajo a sus curas fuera de lo que debían pagar como cualquier otro indígena. En el mismo documento e intentó regular las raciones alimentarias de los religiosos en las casas en que asistieran a otros pueblos y ranchos fuera de la cabecera de parroquia, y en estos casos la ración alimentaria se obtenía de los bienes de la comunidad, con la advertencia expresa de que los religiosos no podían llevarse nada a su casa, ni continuar cobrando “por razón de cuaresma” o por cualquier otro título cántaros de manteca, cabezas de ganado y aves mayores como era su costumbre. Por último, se restringieron los servicios personales que los indígenas entregaban a los religiosos, ya que a partir de entonces éstos quedaron obligados a pagar a los semaneros de igual manera que lo hacían los particulares y se estipuló que los indígenas denominados luneros solo realizarían reparos y servicios a la iglesia o convento. Este arancel de obvenciones y derechos eclesiásticos se aplicó en Yucatán hasta que se consumó la independencia, excepto por el breve periodo en que intentó aplicarse la Constitución de Cádiz, y posteriormente se mantuvo con algunas modificaciones casi hasta la insurrección maya de 1847.

    El segundo mecanismo de explotación colonial era un eslabón importante en las exacciones a las repúblicas y estuvo formado por varios tipos de repartimientos que involucraban la mano de obra de toda la familia indígena, de manera similar a la actividad de los actuales comerciantes que avituallan a las familias rurales con pequeños créditos y máquinas de coser para la confección de prendas de vestir destinadas al turismo. Durante la Colonia, el gobernador de la provincia, mediante sus capitanes de guerra en los partidos, organizaba los repartimientos semestrales de algodón y de cera con el permiso expreso de la Corona. Estos personajes entregaban algodón en rama a los caciques, quienes estaban obligadosdistribuirlos entre las mujeres para ser hilado y tejido en patíes, aunque en ocasiones los propios caciques organizaban la recolección el algodón silvestre. Al cumplirse el plazo, los patíes confeccionados eran recopilados por las justicias y se entregaban a los personeros del gobernador que ponían especial cuidado en vigilar su calidad, mirándolos a contraluz para asegurarse que la trama del tejido fuese tupida. Al mismo tiempo, se entregaba dinero a los propios caciques para ser distribuido entre los varones tributarios quienes a su vez estaban obligados a la recolección de cera silvestre en los montes, la que después de ser cocida se entregaba en forma de “tortas” debidamente pesadas con una piedra, a los empleados del gobernador. Aparte de los repartimientos de patíes y cera organizados por el g9obernador, también los realizaban de manera profusa los encomenderos y comerciantes de Mérida, Campeche y Valladolid, como lo aseguraba el obispo fray Ignacio de Padilla en 1755, acusando a los primeros de utilizar el dinero obtenido por la tributación para avituallar a los indígenas con porciones de algodón para hacer patíes.

    Aunque los patíes y la cera fueron los productos más importantes en este sistema de explotación de los indígenas, también hubo otras formas. Una que cobró impulso durante la segunda mitad del siglo XVIII fue la fabricación de sogas y costales con la fibra del henequén que, previamente, debía ser raspado y corchado. También se avituallaba a los indígenas para la cría de cerdos, para la explotación de madera de construcción (rollizos) y para el cultivo de maíz, además se les obligaba a comprar sal y otras mercaderías a elevados precios. De hecho el mecanismo de repartimiento se utilizó para establecer contrataciones de muy diversa índole, entre las que destaca el aprovisionamiento de maíz para los pósitos de las villas y pueblos que se realizaba por medio de una variante de esa fórmula. En este caso se acordaba con los caciques y también con los particulares el cultivo de ciertas cantidades a precios previamente establecidos. Llama la atención el repartimiento de las bulas de la Santa Cruzada, documento pontificio que concedía a los fieles que lo comprasen ciertas gracias e indultos. Las bulas se repartían de manera obligada entre los caciques para ser pagadas, por sus repúblicas, con mantas y cera. En 1757 diversas repúblicas se quejaron del juez repartidor de las bulas de la Santa Cruzada porque intentaba entregarles un número excesivo para ser pagadas con cera en un plazo muy corto.

    En la práctica cada una de las formas de repartimiento fue reglamentada y sujeta a la costumbre, desde la cantidad de algodón que se daba a los caciques hasta los tiempos de confección y de entrega de los patíes, pasando por la manera de pesar la cera y las características de los rollizos. En especial el número de mantas y la cantidad de cera dependían de la matrícula de tributarios de cada república que los caciques y sus escribanos debían llevar al día y responder por los faltantes. Sin embargo, a pesar de la reglamentación, los repartimientos siempre se prestaron a múltiples abusos y fraudes por parte de los españoles, quienes entregaban algodón de mala calidad y exigían a cambio mantas finas y tupidas, pedían mayor número de mantas y cera de las que cada república podía realizar, entregaban piedras con peso de 20 onzas para medir la cantidad de cera recopilada cuando debía ser de 18, exigían cera de colmena en lugar de la cera silvestre, etcétera. Así por ejemplo, el cacique “reformado” del pueblo de Oxkutzcab, don Román Ix, declaró en 1786 que el capitán de guerra de su partido les exigía 700 patíes en lugar de los 200 como era la costumbre, les pedía 60 arrobas de cera en lugar de las 15 que se entregaban antes y los obligaba a comprar sal a precio elevado. Pero las repúblicas indígenas siempre se opusieron a los repartimientos excesivos y levantaron numerosas peticiones ante el gobernador, como la realizada por el cacique de Yabucú, Don Bartolomé Uc, en 1780 en contra del juez repartidor al manifestar que:

    ... el repartimiento que nos ha dado lo ha acrecido a sesenta patíes, cuando sólo recibíamos cuarenta en consideración de las enfermas que hay, también nos ha dado para seis arrobas de cera y dice que se lo hemos de entregar el día de San Juan: no soy viento señor para hacer dar cumplimiento en tan corto tiempo y más cuando manda que sean finos y tupidos los patíes: seis meses están establecidos dar por conocimiento, éstos son los que pido me den de tiempo por amor de Dios.

    Los repartimientos desempeñaron un papel de vital importancia para la economía y la sociedad de la provincia de Yucatán hasta finalizar el periodo colonial, aseguraban una producción regular de mantas de algodón y otros productos como los costales de henequén que se comercializaban con la Nueva España y La Habana, en tanto que la cera y demás productos menores se empleaban, básicamente, para el consumo interno. Asimismo, se convirtieron en la mayor fuente de ingresos para el gobernador de la provincia y para sus tenientes y capitanes de guerra en los partidos, quines actuaban como jueces repartidores a cambio de una comisión en las ganancias, asegurando la permanencia de la burocracia provincial. Por otra parte, los repartimientos hacían fluir algunos recursos monetarios a las familias indígenas que se invertían en la compra de objetos de comercio ampliando el restringido mercado local y sobre todo garantizaban el pago de la tributación y de las obvenciones religiosas. El tercer mecanismo de extracción de riqueza, los servicios personales, formó parte indispensable en la estructura de producción de la provincia de Yucatán, a diferencia de otras regiones de la Nueva España en donde habían sido cancelados. Existen suficientes evidencias para demostrar que entre 1750 y el fin de la época colonial los mandamientos de trabajo a que estaban sujetos los pueblos mayas a favor de los españoles se continuaron sin interrupción debido, sobre todo, al desarrollo de la ganadería y de la agricultura comercial que demandaban de manera creciente mano de obra. Para los indígenas los servicios personales representaban trabajo e ingresos que, aunque pequeños, les ayudaban a pagar los tributos y adquirir alimentos en los años de hambrunas. Hacia 1721 el obispo Juan Gómez de Parada denunció ante la Corona los excesos que cometían los funcionarios reales en contra de los indígenas al asignar cuotas de hombres y mujeres denominados semaneros para labrar la tierra de otros, acudir al servicio doméstico, acarrear leña y muchos otros trabajos, casi siempre sin el pago de salarios, y pedía la anulación de ese sistema para impulsar a cambio la libre contratación de los indígenas. El obispo describió el mecanismo empleado para el reclutamiento de los semaneros mediante órdenes o mandamientos de trabajo emitidos por el gobernador de la provincia hacia sus representantes en los partidos, quines por medio de los caciques se daban a la tarea de juntar a los trabajadores para remitirlos a los diferentes jueces “tanderos” en las poblaciones de españoles, que los repartían entre los demandantes. A pesar de las buenas intenciones del obispo Gómez de Parada, los mandamientos de trabajo indígena continuaron en Yucatán aunque sujetos a una reglamentación que regulaba su distribución entre los españoles, aseguraba un salario a los indígenas y evitaba los peores abusos. En 1728 se había estipulado un salario de cuatro reales por semana para los indígenas varones y tres para las mujeres.

    La continuidad de los servicios personales influyó de forma determinante en la vida de los pueblos mayas de Yucatán a finales de la época colonial, ya que representaba una permanente salida de mano de obra que desatendía los cultivos familiares y los trabajos de comunidad. En términos generales se pueden distinguir durante la época al menos cinco clases de mandamientos de trabajo: el destinado a la agricultura; el encaminado a la recolección de leña, acarreo de agua y producción de rollizos, carbón y cal; el de mulas o arrieros; el de las casas de los españoles, y el que se prestaba a las iglesias, casas curales y conventos.

    La visita realizada en 1796 por el gobernador Arturo O’Neill demostró la fuerte dependencia que tenían los rancheros agrícolas de los semaneros, así como la existencia de una detallada reglamentación que pretendía normar los servicios y aminorar los frecuentes abusos cometidos en contra de los indígenas. Había desaparecido la figura del juez de tanda y la organización de la recluta recaía en los subdelegados de intendencia. La nueva reglamentación disponía que sólo debía salir de cada pueblo “la tercera arte de los útiles sobrantes” de los tributarios, a efecto de que los indígenas pudieran realizar sus propias actividades en las milpas de subsistencia y quedaban exentos de servir como semaneros los indígenas empleados en las iglesias, en los conventos y los que ocupaban cargos en las repúblicas por el tiempo de su responsabilidad. Asimismo, de toda la recluta se consideraba una cuarta parte no disponible por los enfermos y ancianos y los indígenas no debían ser enviados a laborar a distancias mayores a las diez leguas de sus pueblos de residencia. Se trataba, empero, de una reglamentación elástica porque con la certificación del cura y con la “anuencia voluntaria” del indígena se transgredía impunemente la reglamentación.

    A cada semanero se le pagaba un real por cada cinco leguas de distancia entre su pueblo y el lugar de servicio, cuatro reales por el trabajo de la semana y medio real para comprar maíz para su manutención. El trabajo en el campo estaba regido por la costumbre y muy vigilado por las capataces. Por ejemplo, para el trabajo en los cañaverales los semaneros diariamente debían cortar, conducir y aplicar al trapiche la caña necesaria para llenar con el jugo una canoa de 12 cántaros, lo que implicaba un esfuerzo continuo desde que amanecía hasta la noche. Adicionalmente, debían llevar leña para la máquina y hierba para las mulas del trapiche. En 1796 el medio real de ración alimentaria se consideraba insuficiente para la adquisición del medio cuartillo de maíz que necesitaba cada día el semanero, debido a las oscilaciones casi siempre ascendentes en el precio del grano, por lo cual los semaneros llevaban su propio “bastimento” al servicio.

    Existía una especie de semanero denominado de leña, cuya tarea consistía en el acarreo de leña para las casas particulares y, probablemente, para el comercio controlado por criollos. Así, en el partido de Bolonchén Cahuich se emitió una orden para que el semanero de leña no condujera más que la necesaria para el gasto diario de una cocina, por no concederse esos servicios para granjerías (comerciar). Esto equivalía aproximadamente a una carga por día. Los mandamientos de servicios en las casas particulares de los españoles estaban sujetos a un padrón, para evitar recargar demasiado a pocos pueblos. En este caso, los pueblos que se encontraban alrededor de 20 leguas de Mérida y Campeche, enviaban a indias con sus maridos a cumplir servicios por periodos de tres semanas. Por lo regular, las indígenas eran acompañadas de sus hijos, casi siempre entre tres y cinco, por no tener lugar en dónde dejarlos o quien cuidara de ellos.

    Era frecuente la transgresión de los subdelegados y los labradores a la reglamentación sobre el trabajo por mandamientos. En numerosas ocasiones se enviaba a los indígenas a laborar a distancias mayores al límite establecido o bien se les escamoteaban los salarios y se les obligaba a laborar más días de los señalados en los reglamentos, lo que repercutía de manera negativa en las milpas de subsistencia de los indígenas. Por su parte, los subdelegados y otros funcionarios provinciales se asignaban grandes cuotas de trabajo en perjuicio de los pueblos y de los demás españoles.

    El 3 de enero de 1807 el gobernador de la provincia, Don Benito Pérez Valdelomar, emitió una instrucción sobre los servicios personales que prestaban los indios debido a las quejas de numerosos pueblos en torno al cultivo de la caña de azúcar, la formación de caleras, la venta de rollizos y las obligaciones de los semaneros de casa. En ese documento se pedía el cumplimiento de una circular fechada el 2 de abril de 1802 relativa a la distribución de los semaneros entre los labradores por parte de los subdelegados. Se estipuló, especialmente, el salario de las diversas tareas del cultivo de la caña de azúcar, desde la tumba del monte hasta la cosecha y la molienda, y se redefinieron los trabajos y salarios de los albañiles, los conductores de piedras, hierba, leña y agua, de los productores de cal y de los conductores de rollizos y soleras.

    La presión de los mandamientos de trabajo sobre los pueblos era diferenciada debido a la existencia de diversos factores. En las zonas más pobladas la presión era menor y no se requería el empleo de toda la recluta, pero en zonas con menor población y de expansión de la agricultura y el comercio, la presión hacía rebasar a la recluta. Esto último sucedía en el partido de la Sierra o donde los indígenas se quejaron por ese motivo ante el comisionado.

    El transporte de alimentos y mercaderías siempre representó un gran problema para la sociedad establecida en la península de Yucatán. La dificultad de emplear carretas por el mal estado de los caminos hizo que el transporte dependiera de los propios indígenas y de las mulas, que siempre escasearon debido a las continua y prolongadas sequías. Por una parte, las características del suelo pedregoso, frente a los bajos precios y volumen de los productos, hacían muy costosa la construcción de verdaderos caminos carreteros, y por otra, la abundante población indígena aseguraba fuerza de trabajo para el trasporte de los bienes e inclusive de los pasajeros. En estas condiciones no hubo, en Yucatán, arrieros de profesión que contaran con recuas de mulas, el tráfico pesado se efectuaba con las que los indios y vecinos pobres tenían, pocas veces superior a tres animales. Para hacer frente a la correspondencia oficial o de particulares el gobierno empleaba una especie de mandamiento o tequio especial, congregando, a través de las repúblicas indígenas, las mulas necesarias con sus dueños. Una vez reunidas eran distribuidas según su número entre los solicitantes. Ello ocurría a pesar de un decreto que intentaba evitarlo y que fue emitido por el gobernador Lucas de Gálvez en 1793, este documento fue transcrito al maya y fijado en las audiencias de los pueblos para su mejor conocimiento y estipulaba que los indígenas podían contratarse libremente excepto en los casos de extrema necesidad para el abasto público. Este argumento era empleado de manera usual para el embargo de cabalgaduras y se practicaba para el acopio de maíz destinado a los pósitos de Campeche y Mérida y seguramente para otras causas. La escasez de mulas obligaba a sus propietarios a salir de sus pueblos y comarcas por mucho tiempo y someter a sus animales a un excesivo desgaste sin una retribución adecuada.

    Por su parte, las casas curales, las iglesias y los conventos tomaban indígenas semaneros para diversos trabajos; entre ellos el servicio personal de los religiosos, la construcción y ampliación de los edificios, así como el transporte de alimentos y de mensajes. Los indígenas que servían a los religiosos también eran asignados por las justicias de las repúblicas y duraban en ese trabajo ocho días, después de los cuales eran sustituidos por otros.

    Al servicio de los religiosos entraban hombres y mujeres y al parecer entre las últimas se escogía preferentemente a las viudas, quienes se rotaban por semanas. El salario asignado a estas personas era similar al que regía por costumbre en la península para el trabajo de los semaneros, de cuatro reales por semana, pero al igual que en los otros casos de servicio personal es evidente que se cometían frecuentes fraudes y abusos en perjuicio de los servidores de los religiosos.

    Debido al mal estado de los caminos y a lo costoso de las cabalgaduras, se desarrolló una forma de servicios personales consistente en el transporte de personas, realizado en una especie de palanquín o estructura en la que se colocaba una litera o de la que pendía una hamaca, y que era cargada por indios a los que se denominaba koche’s. Este servicio de carga puede compararse al que realizaban los tamemes en los inicios del periodo colonial, y aunque estaba prohibido por las leyes por el grave perjuicio que causaba a la salud de los indígenas, es indudable que se practicaba comúnmente al final del siglo XVIII.

    Los repartimientos de mano de obra por diversos conceptos eran un asunto regular durante los últimos 50 años coloniales y una onerosa carga para el trabajo de las familias. La independencia de España generó algunos cambios a ese respecto pero no terminó por completo con los servicios. Los labradores ya no dependieron tanto de las cuotas de semaneros, porque podían contratar libremente mano de obra, a la cual endeudaron para fincarla en sus propiedades; el servicio doméstico en las casas se hizo más estable y las mujeres dejaron de ser llevadas por periodos de tres semanas, para ser tomadas desde pequeñas y educadas en el oficio; los servicios prestados a los religiosos y a la Iglesia en general se mantuvieron inalterados, no por la fuerza de las leyes sino por la costumbre. Las mujeres indígenas continuaron sirviendo como semaneras en las casas curales, los hombres eran requeridos para construir, hacer mandados y servir de koche’s.

Material tomado de: La memoria enclaustrada. Historia de los pueblos indígena de Yucatán, 1750-1915. Bracamonte Pedro, México 1994 ISBN 968-496-262-2 (Volumen) 968-496-259-2 (obra completa)

Siguiente

—————

Volver